A mi parecer, hay que afirmar que el surgimiento de la
estética como disciplina fue una consecuencia tan magnífica como inevitable del
gran empirismo británico de principios de siglo, que procuraba recuperar, por
una parte, el antiguo y venerable eidos griego con toda su dimensión de
visualidad perdida a partir del advenimiento del neoplatonismo y, por otra, la
potencia cognitiva del ámbito del particular empírico, abandonada desde
Aristóteles y su lapidario “de particularibus non est scientia”. Los estetas
ilustrados negaron la mayor, y dieron a comprender ya de forma irrevocable que
la filosofía debía ligarse al particular empírico como lo hizo la scientia
nuova, y que eso restituía la dignidad filosófica de las facultades denostadas
hasta bien entrado el siglo XVII. No ha sido otra la vocación de la última
Biennale de Venezia, que llevaba por título el lema “Pensa con i sensi, senti con la mente”, como si de vez en cuando
el arte debiera rescatarnos de nuevo de un cartesianismo tan tozudo como falaz.
Pensar con los sentidos y sentir con la mente apunta a la
sinonimia de los términos experiencia y experiencia estética y a la afirmación
de la tautología del segundo. La experiencia es, desde la filosofía crítica
kantiana, un término que designa la construcción del mundo por parte de un
sujeto que se interrelaciona con objetos y que se construye a sí mismo
precisamente instalado en esa relación. Y cuando la experiencia se autoafirma
como experiencia estética, lo subjetivo, también desde una comprensión
kantiana, puede designarse como sentido estético, y lo objetivo como objeto
estético.
Así, el sujeto ejerce el sentido estético como una manera
peculiar e imprescindible de orientarse en el mundo según el reconocimiento o
la atribución de propiedades estéticas al objeto. Aunque de un origen
igualmente ilustrado, considero que, a diferencia del término gusto, el de
sentido estético no ha envejecido, sino todo lo contrario, se ha ido afirmando
como necesario en el nuevo giro de la estética actual hacia la experiencia. Es
por ello que lo apunto como substituto contemporáneo del gusto ilustrado, al
que, sin embargo, hay que reconocerle la gracia de reivindicar la experiencia
desde su dimensión más matérica, puesto que fue un término robado a los vinculados
al paladar.
Atender filosóficamente a esta orientación significa
ubicarse plenamente en la tensión universalidad / historicidad de la
experiencia estética dándole las clavijas de afinación a la primera. Así, el
sentido estético será una orientación peculiar e imprescindible al ubicarse en
el mundo según el reconocimiento o la atribución de propiedades estéticas al
objeto en el ejercicio de la sensibilidad, los sentimientos, los sentidos, un
seny (sano juicio) peculiar capaz de acordar sensibilidades discordes, todo
ello bajo la hegemonía de la imaginación como la capacidad degenerar la audacia
requerida para los juicios de un sujeto que se pretende autónomo, responsable
de sí mismo y de su esencial dimensión social. El sentido estético es al
conocimiento lo que la piel a los órganos de nuestro cuerpo: su límite, su
protección, su posibilidad.
Fede Rodriguez